Sobre los premios literarios y su función social
A partir de un análisis
somero del significado de los Premios Anuales de Literatura, los únicos que
otorga el Estado dominicano en solitario, se plantea que podrían constituirse
en un valioso instrumento para gratificar y dignificar a los creadores
dominicanos. Este galardón serviría para establecer un canon de la literatura
dominicana, transformarse en una instancia verificadora para nuestro tiempo y relanzar
el conocimiento y la lectura, lo que abriría la posibilidad de elaborar una
línea editorial fundamental para editar los cien libros clásicos dominicanos.
Luis O. Brea Franco
Desde hace poco menos de un siglo, el Estado dominicano convoca a los
escritores nacionales a participar en el certamen de los Premios Anuales de
Literatura, que dependen administrativamente de la Dirección de Gestión
Literaria del Ministerio de Cultura. Históricamente estos premios – primero a
través de la Dirección General de Bellas Artes, después por vía de la
Secretaría de Estado de Educación y Cultura, luego a través de la Secretaría de
Educación y la de Cultura, en conjunto, y posteriormente, hasta la actualidad, por
el Ministerio de Cultura– han sido convocados y fundamentados en el decreto
número 111-05, de fecha 23 de marzo, que establece las nuevas bases y las
modalidades de estos galardones que se adjudican como tales desde el año 2006.
Los premios establecidos
en el decreto de referencia son los siguientes: Premio
Nacional de Poesía Salomé Ureña de Henríquez, Premio Nacional de Novela Manuel
de Jesús Galván, Premio Nacional de Cuento José Ramón López, Premio Nacional de
Ensayo Pedro Henríquez Ureña, Premio Nacional de Teatro Cristóbal de Llerena, Premio
Nacional de Historia José Gabriel García y Premio Nacional de Literatura
Infanto-Juvenil Aurora Tavárez Belliard.
Cabe señalar que en los casos de los galardones
de Historia y Ensayo se prevén tres modalidades. En el de Historia, se
establecen específicamente las categorías de ensayo de investigación e
interpretación, recopilación de documentos históricos y ensayo testimonial, y
en el de Ensayo las de ensayo sociopolítico, ensayo literario y ensayo
científico.
Cuando
los premios son convocados, generalmente durante el primer trimestre de cada
año, centenares de escritores, consagrados y emergentes, tienen la oportunidad
de competir en paridad de condiciones y bajo el imperio de la equidad y del
respeto a la calidad de la expresión, a la capacidad creativa, innovadora e
imaginativa de sus textos, tanto de aquellos inéditos como de los publicados en
el transcurso del año que rige su convocatoria.
Estos galardones, vale
destacarlo aquí, son los únicos premios oficiales nacionales que ofrece y
patrocina el Estado dominicano en materia literaria. Abiertos a la
participación de la gran mayoría de los escritores nacionales, según bases
públicas que pretenden garantizar el mayor grado de equidad, objetividad,
seguridad y transparencia en el proceso de preselección y de premiación, y
avalados por el Ministerio de Cultura, intentan reconocer la calidad expresiva
y la importancia del aporte creativo, recalcando las características únicas y
modélicas de las obras laureadas respecto a la producción nacional.
Tales reconocimientos al
trabajo creativo se otorgan públicamente y se manifiestan con la entrega a cada
autor de un diploma de honor acompañado de un significativo aporte en metálico.
Antes de pasar adelante
quisiera comentar –y aquí abro una especie de paréntesis sobre el tema
principal que me ocupa– que, a mi juicio, sus bases presentan desde su origen
una falla fundamental, pues unen a mansos y cimarrones, ya que participan en
paridad de condiciones manuscritos inéditos y libros editados y publicados en
el año que abarca la convocatoria.
Es este un pecado de
origen que, creo, pervierte los resultados. No es lo mismo competir con una
obra pura y simplemente mecanografiada, que con una editada eligiendo con
cuidado la tipografía, con ilustraciones o con una hermosa portada y una
presentación pensada en términos mercadológicos. Cuando un jurado examina una
obra editada frente a otra que se presenta en forma de libreto, resultará
siempre una tentación premiar la más vistosa y estéticamente pulida y diáfana
frente a la que se presenta en vestes de obrero, posiblemente con manchas, borrones,
y quizás sin una que otra tilde.
Lo correcto sería, desde
mi humilde perspectiva, un concurso de obras inéditas, que compitan de igual a
igual, donde la identidad del autor sea desconocida para quien juzga las obras,
es decir, que se firmen estas mediante seudónimo. Este tipo de concurso aporta
mayor garantía y transparencia en todos los sentidos.
Para las obras
publicadas en el período calendario que abarque la convocatoria, se podría
crear un tipo de concurso diferente. Tal vez una premiación al libro del año en
los distintos géneros, donde el jurado fuese el público de lectores, de suerte
que, en realidad, se premiasen las obras más vendidas o
leídas en
las diferentes categorías durante el período de tiempo establecido. Cierro aquí
el paréntesis.
Ante todo, desearía
destacar, en primer lugar, que estos premios constituyen un estímulo para que
los escritores e investigadores nacionales continúen perfeccionando la propia
obra; de este modo, los textos de las obras reconocidas vienen a sumarse a los
premiados con anterioridad, y en ese sentido pasan a ser parte relevante del patrimonio
bibliográfico de la nación.
En segundo lugar, se
supone que las obras premiadas en buena lid, falladas por un jurado cualificado
e imparcial, son importantes –diría imprescindibles–
para establecer, resaltar y señalar la excelencia y la calidad en la creación
literaria en un determinado período histórico-social. Las obras galardonadas en
su conjunto deberían pasar a constituir una especie de canon o modelo de características
que, a juicio de una determinada época, se acercan a ciertos criterios de
excelencia que tienden a establecer una jerarquía entre las obras más valiosas
de la literatura y la investigación histórica y literaria para una determinada
generación.
Es por ello por lo que los
galardones literarios tienen un valor social primordial: el de indicar a la
sociedad –pero, sobre todo, a la juventud que se inicia en la creación
literaria en general–los modelos a seguir, pues a través de los premios se
revelan los paradigmas y criterios según los cuales se estructuran los diversos
modos de descubrir el mundo y de vislumbrar su articulación interna desde el
horizonte de las más variadas perspectivas que dialogan entre sí en el interior
de una comunidad cultural y que de este modo manifiestan la fuerte consistencia
y la visibilidad espiritual presente en una determinada época.
Así se otorga
reconocimiento y visibilidad a lo que una sociedad o comunidad cultural
descubre en las creaciones más valiosas que van surgiendo en el tiempo, y se define,
además, el ámbito y los contextos que revelan sus limitaciones intrínsecas, la
anchura de su comprensión del mundo y las posibilidades de juego del imaginario
colectivo.
Los premios revelan
–sobre todo– la base ideológica, la autenticidad del juicio, la amplitud de
horizontes, la calificación concreta de su creatividad, los criterios o las
limitaciones y prejuicios de quienes son llamados a otorgarlos.
Para definir
objetivamente la cualificación y el nivel de confianza que se puede llegar a crear
en torno a un galardón, en general se debe comenzar por ponderar detenidamente
y con suma seriedad las cualidades y los aportes de la obra literaria de los
jurados: el despliegue de su inventiva, la propiedad de su expresión, el aspecto
creativo de su palabra, la hondura de pensamiento y la estimación social
concreta de las obras que han escrito. En todo veredicto no solo se determina el
valor de las obras presentadas para ser conocidas y falladas, sino que también
se establece un juicio sobre la vigencia y calidad del jurado.
Cuando un premio se
otorga por razones políticas, guiado por un interés espurio, o por un jurado
sin la debida cualificación, estimo que es mejor rechazarlo, pues, en vez de
exaltar la obra, disminuye el valor de quien lo recibe.
La transparencia ha de
reinar en su convocatoria, y reflejarse en sus reglamentos y bases, que deben
delinear un método articulado de participación y mostrar una coherencia que permita
garantizar la seguridad de que se hará justicia durante el proceso previo a la
emisión del dictamen y de que habrá un juicio de calidad que debe relucir sobre
cualquier otra instancia o elemento de juicio posible, así como establecer cuáles
son los controles efectivos con que se aplican sus normas para asegurar su
equidad e imparcialidad. Esto es lo que, en definitiva, otorga credibilidad a
un premio de cualquier género.
Sin embargo, hoy nuestra
realidad cultural carece de instancias críticas adecuadas para orientar al
grueso del público sobre las obras y los valores que estas proponen; la crisis
económica y la revolución que producen las nuevas tecnologías de la
comunicación y del manejo de la información han hecho desaparecer –no solo en
nuestro medio– suplementos y revistas de difusión masiva que orientaban al
consumidor literario sobre la calidad y jerarquía de los bienes culturales y cómo
y con cuál amplitud deben comunicarse y compartirse con los públicos de los
diferentes ámbitos culturales, sobre qué se aconseja leer, qué escuchar, qué
comprar, qué prácticas culturales deben promoverse y cuáles preterir o
postergar en el orden de los intercambios socioculturales.
La ausencia de una
crítica de amplia difusión –en el país contamos con excelentes revistas
literarias cultas, mas de difusión limitadísima a una élite minúscula de escritores
e intelectuales– conlleva que las obras publicadas no se puedan promover
adecuadamente. Hoy se publican pocas recensiones inteligentes recomendando
lecturas o indicando cualidades o límites de las obras. El mercado del libro
dominicano se ha contraído muchísimo en los últimos años. Y esto, lo sabemos,
no es un fenómeno puramente nacional. Hoy algunos –creo que con gran exageración–
hablan de la crisis del libro y la lectura.
Para que los premios
puedan tener sentido debería fluir la información sobre lo que se crea y sobre
lo que resultaría provechoso leer o debatir. La ausencia de claras políticas de
Estado para superar la crisis y la falta de liderazgo o de interés para
involucrar al sector privado en estos asuntos han resultado negativas. El
camino para superar estas limitaciones, me parece, pasa por crear nuevos
públicos entre los jóvenes y los niños. Un instrumento para ello podría ser la
promoción, la creación y el trabajo concreto que pueden realizar miles de
talleres literarios en todo el país. A pesar de la crisis que vivimos, en los
últimos veinte años se han escrito y publicado multitud de obras valiosas en la
nación. Es un sino reconocido hoy por los estudiosos de historia de la cultura
que la creatividad florece con gran esplendor en épocas de penuria; acontece que
los creadores, en tales momentos, se reconcentran en búsqueda de salidas, y
entonces se crea más y con mayor excelencia.
Atónito observo, por
otro lado, desde hace años, como libreros y editores dejan pasar una magnífica
ocasión para despertar la curiosidad del público respecto a las obras nuevas
que se publican, al desaprovechar la oportunidad de promover, en todo el país y
en las comunidades de la diáspora dominicana diseminada por el mundo, la
lectura de las obras premiadas. Estos muy bien podrían contribuir a difundir
los libros galardonados y, de esta manera, aumentar sus ventas. Con una actitud
displicente frente a las obras reconocidas en los concursos literarios, muchos
ciudadanos ni se enteran de los premios y mucho menos de cuál es el listón de
las premiadas.
Para que los premios
produzcan provecho social se necesita que el Estado, en el marco de garantizar
los derechos culturales de los dominicanos, mantenga una política claramente definida
sobre el libro y la lectura. Cuando hablamos de educación y cultura pensamos,
de manera natural e inmediata, en el instrumento que por milenios –con
diferentes ropajes y formas– ha servido de base fundamental en la continua
transmisión de los valores literarios y de los contenidos de las obras
premiadas entre las múltiples generaciones que se han sucedido en el planeta.
Toda experiencia humana
–esto es, el conocimiento, el saber, que poco a poco se ha venido codificando
con el paso del tiempo en tecnologías, ciencias, conocimiento histórico,
sociológico, literatura de ficción, obras de pensamiento y la necesaria
reflexión cultural, así como las tradiciones, prácticas culturales, religiosas,
sociales, económicas y políticas– encuentra en el libro su mejor aliado.
El libro ha servido como
el hilo conductor por excelencia que ha permitido recoger en unidad viviente el
pasado, el presente y el futuro de la experiencia humana en su conjunto.
Este ha sido,
igualmente, el vaso comunicante que congrega y conjuga las más diversas y
heterogéneas manifestaciones representativas de los modos de ser, de las
diversas formas en que se manifiesta la convivencia humana en la Tierra, y nos
permite vislumbrar el sentido que tiene la humanidad en relación con nuestro
mundo inmediato –que ya en 1914 el brillante pensador español José Ortega y
Gasset, en consonancia con las ideas que se movían en su tiempo, llega a
designar, felizmente, como nuestra «circunstancia», respecto a la que sostiene:
«si no la salvo a ella no me salvo yo»–, y nos permite descubrir orientaciones
y referencias significativas en el más dilatado firmamento de las miríadas de
constelaciones estelares que hoy nuestra ciencia vislumbra como existentes.
La lectura nos permite,
también, descubrir hilos de pensamiento que nos ayudan a comprender y
descomponer todas las formas en que pueden aparecer las realidades posibles del
mundo, es decir, nos abre a la privilegiada e imprescindible dimensión de los
sueños; nos incita a establecer una tajante línea divisoria entre lo que es
posible y lo que es pura y simple cruda realidad, que se manifiesta como peso y
agobio desde nuestro quehacer cotidiano, sin permitirnos develar inmediatamente
algún sentido trascendente.
Nos ofrece, además, y
nos facilita, la posibilidad de elaborar síntesis de lo que en cada época ha
servido de elemento sustentador y cifra descodificadora, como clave fundamental
que nos ha permitido descubrir y señalar lo que es fundamental en nosotros, y
sobre todo, nos ayuda a vislumbrar, en nuestro caso particular, los
significados que otorgamos a la vida humana, tal como la experimentamos
inmediatamente en el ámbito del sentir y de lo emotivo, como estamos dispuestos
a sufrirla y valorarla desde esta histórica, valerosa y creativa tierra dominicana.
A través del libro y de
la educación hacia la lectura, descubrimos lo que realmente somos, y lo que
podemos conocer sobre lo que somos y podemos llegar a ser. En un país como el
nuestro con tantas limitaciones para arraigar la práctica lectora en públicos
amplios, estimo que la labor del Estado no debería limitarse a garantizar la
transparencia y equidad al otorgar los premios y publicar las obras inéditas
ganadoras de los concursos literarios.
El otorgamiento de los
premios debería insertarse en una política general de Estado orientada a
promover la difusión de la lectura en todos los niveles de la educación. A la
vez, se debería abogar claramente por la consecución de objetivos que reconozcan
la excelencia de la creación literaria. También, subvencionar a los autores
reconocidos para que puedan dedicar un tiempo determinado, sea seis meses o un
año, a dictar charlas en todo el país que permitan a los dominicanos descubrir
los valores formales, históricos, de contenido, de estilo y los aportes hechos a
la literatura nacional, en el ámbito de la imaginación o en el riguroso
despliegue de análisis y descripción de nuevas formas de enfocar nuestra
realidad cultural y nuestras raíces creativas.
Estimo que en el marco
de semejante política de promoción y difusión de la lectura deberían establecerse
mecanismos operativos eficaces para otorgar y financiar un período sabático, de
modo que los escritores, investigadores y estudiosos de nuestra realidad puedan
contar con una especie de «beca para la creación». Esta consistiría en el
financiamiento de las necesidades vitales del creador, bajo el compromiso de
que en determinado período pueda entregar una obra paradigmática que debería
ser publicada por la Editora Nacional para su difusión y debate tanto en las
escuelas como en los clubes culturales, talleres literarios, etc. Y para
consolidar, poner en discusión y dar a conocer los valores de las obras
premiadas a lo largo de los años de vigencia de los Premios Anuales y, en
consecuencia, debatir sobre la justeza histórica de los dictámenes de los
múltiples jurados que los han fallado, se pretende lograr un consenso nacional
sobre las cien obras más representativas de la literatura nacional abarcando la
totalidad de los años de la convocatoria para establecer una especie de canon
literario nacional cuya edición incluya una introducción a la obra y vida de
los grandes creadores dominicanos, y quizás, al final, una especie de
cuestionario de autoevaluación de parte del lector que le permitiría comprender
y situar la obra en su contexto histórico y creativo. Se editarían un número de ejemplares
suficientes para que el debate sobre la lectura y los valores de las obras
seleccionadas pueda difundirse por toda la geografía nacional, conformándose
una especie de biblioteca de los clásicos dominicanos. Podría ser tarea de la
Editora Nacional mantener una discusión abierta con el país cultural para establecer
un canon de la literatura dominicana y proceder a editar y difundir tales obras
por todo el país.
Luis O. Brea Franco es doctor en Filosofía por la Universitá degli Studii di Firenze. Entre
sus publicaciones destacan Antología del pensamiento
helénico; Preludios a la
posmodernidad. Ensayos filosóficos; Claves
para una lectura de Nietzsche; El
espejo de Babel; La modernidad como
problema; La cultura como identidad y
derecho fundamental; y El derecho a
la Filosofía, Esbozo de una estrategia para su implementación en el país. En
la actualidad se desempeña como asesor general del ministro y del gabinete
ministerial en el Ministerio de Cultura de la República Dominicana.
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