domingo, 2 de diciembre de 2007
La modernidad como problema: las motivaciones del autor
El libro que hoy entrego a los lectores cuenta de 83 ensayos. El conjunto fue pensado como una totalidad al intentar releer y meditar los hitos de la modernidad con visión crítica y problemática. Este hilo conductor les otorga unidad, los enlaza y reúne en una unidad orgánica a pesar de tratar el tema con libertad, apertura y sin seguir un lineamiento sistemático. Con estos escritos intentaba determinar cuáles habían sido las notas característica del siglo XIX europeo occidental, en un momento en que Europa representaba, en su conjunto, la potencia que dominaba el Planeta.
Cuando comencé a escribirlos, decidí explorar algunas ideas fundamentales que tuvieron origen y desarrollo en el siglo XIX europeo y que para nosotros constituyen el bagaje intelectual que sin criticidad alguna, que inmediata y cándidamente asumimos como nociones y verdades evidentes, que constituyen la base conceptual con que elaboramos nuestra interpretación del mundo, de nosotros mismos, de la historia y de sus posibilidades.
En el mundo inmediato en que nos movemos, empujados por las múltiples urgencia que nos impone el dinámico modo de vida moderno olvidamos con facilidad que todo cuanto encontramos en el mundo es creación humana, es fruto de una interpretación histórica: todo concepto, toda interpretación o teoría del cosmos ha sido construida en un determinado momento histórico, para solucionar necesidades que aparecían como tales a una época específica, la cual ha correspondido ante tales incitaciones mediante la creación de discursos, símbolos, modas, esquemas de comportamientos, métodos, instrumentos y puntos de vistas, esto es, ha recurrido a edificar cultura, sistemas de significados, constelaciones semióticas, con el fin de suplir y afrontar, de sistematizar y superar las carencias, el vacío que imponía a esa cultura los retos que busca superar.
Entre las ideas y perspectivas fundamentales que hemos heredado de los siglos XIX y XX, pero que, inconscientemente, muchos de nosotros hemos llegado a considerar como creaciones eternas, están la exaltación de la idea de progreso, la afirmación de la validez única del conocimiento científico, la secularización de la vida, la devaluación de la dimensión religiosa y mitológica de la existencia, el despliegue de la técnica moderna como el paradigma del desarrollo humano, la idea de que sólo tiene valor lo que es útil y sirve para algo, y el venir a menos de la dimensión estética y de la visión humanista.
El siglo XIX fue un siglo revolucionario. En efecto, en ese momento se produjo el florecimiento del capitalismo mediante la revolución industrial, nace el mercado global y el poder del Estado pasa a manos de la burguesía. Surgen nuevas técnicas y nuevas fuentes de energía que transforman los ritmos y las modalidades de la producción y las ciudades se transforman al cambiar el paisaje humano, lo que condiciona la formación de las nuevas mentalidades.
Surge el proletariado, que comienza a adquirir consciencia de su poderío como fuerza social y exige su derecho a los beneficios que ayudaba a obtener, cuando no exige la transformación total de la sociedad. Estos reclamos crean un clima de volátil subversión del orden establecido por la burguesía. Aparecen en ese siglo las primeras manifestaciones de las masas, que exigen tener voz y voto en la política y reclaman para sí el nuevo derecho humano del momento, el derecho a la felicidad.
Fue, además, el momento en que se consolida la opinión pública, que exige información y participación en todos los asuntos sociales y se afianza la prensa periódica gracias al cambio de velocidad en la transmisión de la información, que se alcanza a través de la navegación de vapor, la extensión de las redes ferroviarias e inventos como el telégrafo y la rotativa, que facilitan y abaratan las publicaciones impresas.
Europa, a través del desarrollo político alcanzado después de la Revolución francesa y de la gran transformación industrial que aporta el capitalismo, hace tomar nuevas fuerzas a las ideas que sostienen que el ser humano está capacitado y tiene el derecho de transformar las estructuras políticas, sociales, religiosas y éticas establecidas por la tradición.
Fue el tiempo, además, donde se registra una disminución de la influencia fáctica del cristianismo sobre la consciencia de las grandes masas proletarias, que habían sido erradicadas violentamente de su ámbito natural campesino, y vienen trasplantadas sin transición alguna en inhóspitas ciudades y es, igualmente, la época en que se aplacan poco a poco los temores de que pueda acontecer históricamente un juicio final de orden divino.
Esta rica constelación de problemas y situaciones históricas únicas y la aparición de importantes pensadores originales me atraía poderosamente para que les dedicase tiempo e intensidad en mis preocupaciones intelectuales. Así, desde el mes de julio de 2004 me reconcentré en la realización de una exploración libre, abierta, en tan abundante e interesante material para extrapolar de todo esto “algunas imágenes paradigmáticas” sobre la importancia que tendría, para nosotros conocer las características de los siglos XIX y XX.
El libro constituye como un planteamiento crítico de algunas ideas directivas de la modernidad. Confieso que no acabo de convencerme de la idea de un progreso social. Creo que esto se sustenta es una ilusión, en una fe, que construimos desde la constatación de que el proceso de modernización tecnológica se proyecta en un despliegue vertiginoso de perfeccionamiento constante de técnicas, procedimientos, máquinarias y sistemas informáticos. Sin embargo, en esto, estimo, no vale la analogía. El progreso tecnológico no garantiza ni el progreso moral, ni el social, ni un final feliz para la historia, y la pereza de pensamiento sitúa a la poderosa cultura moderna ante la posibilidad de sucumbir si continuamos sumergidos en lo confuso e irrelevante.
Además, signo característico de la modernidad avanzada es el desequilibrio. En todas las naciones, en unas más que en otras, crece la miseria, mientras que en las élites dirigentes la riqueza crece, se concentra en pocas manos y se derrocha en banalidades.
En la actualidad nadie nos puede garantizar que el futuro de la humanidad será un destino feliz. Afrontamos retos y riesgos tremendos. La violencia extremista domina el Planeta; para unos es el terrorismo; para otros, la explotación, la ignorancia, el desamparo, la ausencia de justicia. Vivimos en un clima de saña y violencia inaudita, en un estado de guerra civil global, donde nadie está seguro y todo está permitido.
Sin embargo, pienso, que no todo está perdido. Creo que tendríamos que comenzar por tomar consciencia de la necesidad de superar la estrechez de la visión tecnológica del mundo que pretende dominar y manipular el ser, transforma la existencia en algo abstracto, en pura funcionalidad, renuncia a saber de sí y empobrece el acontecer postulándose como la única, correcta y segura realidad.
Tendríamos, además, que recobrar el sentido de la situación: levantar los ojos y la atención de tantas microtareas y microasuntos que nos abruman, que no nos dejan ver, ni sentir que la plenitud de ser va más allá del mero elaborar utensilios y atender a los problemas que se originan en el sistema donde estamos enredados. Tendríamos, finalmente, que proponernos actuar desde la comprensión de que para nosotros lo fundamental es “ser”.
En ese contexto es que se sitúa el libro: “La modernidad como problema”. Constituye como una invitación a repensar lo andado y a reintepretar lo vivimos a fin de que podamos abrirnos paso a otras posibilidades de ser plenamente seres humanos dotados de sentido.
Lunes 26 de noviembre de 2007
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