miércoles, 1 de septiembre de 2010
¿Por qué volver a Grecia en pleno siglo XXI?
1. El problema. Mi "Antología del pensamiento helénico" ve la luz pública en noviembre de 1982, patrocinada por la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña; tiene, por tanto, casi veinte y ocho años de publicada, empero, la edición original está agotada desde 1985.
¿Por qué publicar entonces, y reeditar ahora, una compilación con los textos paradigmáticos de la cultura helénica, que aconteció hace más de dos mil quinientos años? ¿Por qué propongo volver la mirada hacía atrás para revisitar y reflexionar sobre escritos que fueron fundamentales para un mundo que desde hace tanto tiempo ya no es?
En primer lugar, digamos de manera exterior, he estimado deseable que los dominicanos de ahora podamos disponer de una selección de textos imprescindibles de conocer por toda persona medianamente instruida. También, en el libro me he concentrado en proyectar de manera unitaria el material que sería necesario para formar históricamente a los jóvenes de nuestro país sobre las raíces de nuestra cultura occidental.
Me propuse que el volumen mostrara una estructura fácilmente comprensible, que fuera manejable, no excesivamente voluminoso y que abarcara todos los temas significativos y aleccionadores de la inagotable cultura helénica.
2. Diagnóstico de nuestra época. Nombro a nuestra época, no posmoderna, como es de uso, sino como hipermoderna. Con esto deseo resaltar que aún no hemos salido de la modernidad, que comienza en el siglo XVIII y se gesta desde los siglos XIV y XV.
Ahora experimentamos las consecuencias extremas, negativas, de los procesos de modernización; se manifiestan "los efectos colaterales del progreso": la destrucción del planeta y una inseguridad social creciente. El clima de violencia se intensifica en todo el planeta y viene poco a poco asumiendo aspectos de una guerra civil universal; se consolida el rechazo del sistema dominante a la migración de los pueblos no-desarrollados, que vienen considerados como gente superflua, residuos humanos inutilizables, no asimilables en la geografía del bienestar, que deben ser mantenidos a raya. Somos los nuevos bárbaros a las puertas del Imperio.
Hoy experimentamos la disolución de todo cuanto fue anteriormente sólido y definido en el orbe de la cultura y en la vida práctica. Esta situación fue anunciada por Nietzsche con una metáfora que fue causa de gran escándalo: "Dios ha muerto". Este nihilismo muestra qué significa vivir desamparados, sin norte ni guía que otorgue dirección o sentido a la vida humana.
Vivimos como si toda divinidad hubiese desaparecido o fuese imposible. Carecemos de referencias concretas a valores vitales que pudieran ser considerados como elementos fundamentales u orígenes de un orden. Cualquier jerarquía de principios parece imposible y la totalidad se manifiesta en forma caótica, al resultar que cualquier cosa puede ser colocada, por el azar o la maldad, en el lugar superior o aspirar a ser el eje del horizonte del mundo.
Es por esto que muchos seres humanos se concentran en obtener en cada momento la máxima gratificación y tantean todos los placeres posibles, a veces, sin freno; igualmente, se intenta silenciar las contrariedades: se huye de la pobreza, la enfermedad, el dolor y la muerte.
Si observamos con atención, descubrimos que la vida social se rige desde una estrecha visión manipuladora del universo, que identifica como valioso sólo aquello que es factible de estructuración sistemática, objetivable y cuantificable. Todo debe tener utilidad y tener eficacia inmediata, mientras se reconoce una sola medida de valor, la abstracta unidad de cambio, el dinero.
Frente a la posibilidad enriquecedora de despejar y mantener abierta la experiencia humana a todas las posibles dimensiones del ser, domina en nuestro tiempo una inflexible, estrecha, ocultadora y represiva perspectiva que nos imponen los procesos de tecnificación del mundo y los modos de ser y actuar que de esta actitud se derivan.
Se interpreta exclusivamente el existir desde una perspectiva puramente calculadora y utilitaria. Se sostiene que la plenitud humana consiste en subsistir en una ordinaria superficialidad orientados por el insaciable afán de novedades que fomenta el consumismo.
La vida humana se define, entonces, según un agitado accionar y mensurar, como un interminable inventariar y asentar acciones, formas y métodos para garantizar la absoluta intercambiabilidad y sistematización de todas las cosas: actitudes, comportamientos, medios, instrumentos y recursos disponibles, con vista a usufructuar sus derivaciones y consecuencias.
Se busca cuadricular y dominar al milímetro la circunstancia y destacar la totalidad de los elementos del sistema según un balance único, objetivable, de ganancias y pérdidas de los beneficios concretos inmediatos que se pueden obtener en cualquier situación.
Todo lo demás no tiene valor ni trascendencia: ni la plenitud de ser, ni la belleza, ni el bien, ni la vida recta, ni la justicia, ni la equidad, la compasión o la solidaridad.
El sentido de la existencia se mide según el gris reduccionismo que impone la lógica despiadada y alienante que promueven los mercados, que a su vez promocionan un consumismo depredador, ilimitado, implantado por vía ejecutiva por una impersonal, ávida, avasallante, mezquina voluntad de poderío satisfecha de sí misma.
Lo que pocos saben es que esta bárbara interpretación del mundo de la modernidad se fundamentó, en el siglo XIX, en un amplio debate sobre el lugar y la importancia de Grecia y de la cultura helénica para el desarrollo del hombre y sus creaciones.
Lo grandioso de Grecia para el hombre de la incipiente modernidad, subyugado por una vocación secular que busca interpretar y transformar el mundo desde sus fundamentos naturales más recónditos, se sustenta sobre todo, en la constatación de que sus grandes hombres se revelan como maestros independientes, de su pueblo, como forjadores de sus ideales y no como profetas de un dios.
La fuerza del espíritu griego para el hombre del siglo XIX, obedece a la profunda influencia que los grandes héroes y pensadores ejercen sobre sus conciudadanos en la creación de ideales, modelos de actuación y valores; en la aceptación de sus responsabilidades en el horizonte de un comportamiento guiado por la búsqueda de lo excelente e inspirado por el cumplimiento de la perfección y la justicia.
Respecto a la visión helénica, nuestro tiempo, sometido por el imperio de la técnica, concibe la esencia del hacer sólo con el propósito de producir algo más. Entre nosotros domina la cantidad en función de la utilidad. Lo que no es útil y no es cuantificable no tiene valor. Mientras que, para los griegos, la esencia del producir consiste en el llevar a cabo. Esto es, desplegar algo en la plenitud de su ser, guiarlo hacia ésta, conducirlo hacía su perfección, asistirlo para que pueda desplegarse hasta alcanzar, según su capacidad, la propia medida, los propios límites.
Mas para lograr esta finalidad, para llevar algo, o conducir a alguien, a desplegar al máximo las propias capacidades de modo excelente, y para mantener vigentes, además, los valores históricos de una comunidad se hace necesario reflexionar sobre la educación, y los griegos concentraron su pensamiento en definirla de un modo básico para mantener en el tiempo su modo de ser, su identidad.
La educación es la fuerza transmisora que une el pasado con el futuro de un pueblo. La estructura de toda sociedad descansa en leyes y normas, escritas o no, que unifican y reúnen a sus miembros.
La formación como práctica auténtica sólo es posible cuando en una comunidad rige la conciencia viva de las normas, principios y valores que determinan su propia evolución histórica.
Paralelamente, de la estabilidad y cumplimiento de las normas que coronan una sociedad depende la solidez de los fundamentos de la educación. De su disolución y aniquilamiento deriva el debilitamiento, la decadencia, la falta de seguridad en los modelos de humanidad que se busca trasmitir con ésta; y cuando esto ocurre, como experimentamos hoy, entonces la formación se torna incoherente, superficial, oscura, palabrera y vacía; deviene en puro barniz, que no alcanza a moldear la actitud fundamental mediante la cual el ser humano debe abrirse a lo fundamental.
Cuando esto acontece, el todo aparece sin perspectiva, sin foco, sin orden o profundidad. Todo se muestra nebuloso, sin contornos definidos, sin identidad. Entonces todo vale lo mismo, todo se encuentra en un mismo plano. De ahí deriva el origen del tedio que arropa al mundo moderno, que nace de esta inmediata vivencia de la nada.
¿Qué experiencia tan poderosa constituye el hastío, el aburrimiento, que envuelve la vida contemporánea en todas sus dimensiones? Su importancia consiste en que desde ésta actitud se revela la primera manifestación de la nada, que se despliega como la enfermedad mortal omnipresente en la época de la hipermodernidad.
Para entendernos, tomemos acaso una descripción de la vivencia del tedio. Cito de una obra literaria, de la novela Diario de un cura rural publicada en 1936, por el escritor francés Georges Bernanos, un creador preocupado por desentrañar la psicología y los desgarramientos del hombre moderno.
Dice así: "De modo que me dije que las personas estaban siendo devoradas por el tedio. (…) Es como una especie de polvo. Uno va y viene sin apercibirse de él, lo respiramos, lo comemos, pero es tan fino y leve que ni siquiera cruje entre los dientes. Sin embargo, tan pronto como nos detenemos un segundo, se posa sobre nosotros cubriéndonos el rostro, las manos. Para sacudirnos semejante lluvia de cenizas, debemos estar en constante agitación. De ahí que el mundo entero esté en agitación".
El aburrimiento que envuelve al ser humano en la era de la modernidad hipertrofiada hace aparecer la existencia como privada de dirección y movimiento.
El vivir se transforma en una especie de pantano inmóvil en que caen, con plúmbea pesadez todas las cosas del mundo, ante las que se reacciona con apatía e indefinición. Es por esto, para ocultarnos este fastidio, la conciencia de peso muerto que asume la vida, que se impone recurrir a la velocidad.
Vale aquí una metáfora de Emerson, el pensador estadounidense: "Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad". Sin embargo, como bien saben los pensadores y poetas, es "la duración" y no la velocidad, lo que es esencial para el hombre.
Rilke, lúcido poeta alemán del siglo XX, lo constata en sus "Sonetos a Orfeo": "Todo cuanto se apresura / habrá pasado muy pronto; / pues es lo que permanece / lo que nos consagra".
Nietzsche, en 1878, observaba ya las consecuencias de esta aceleración de nuestro tiempo: "Nuestra cultura degenera en una nueva barbarie por falta de serenidad. En ninguna época anterior los activos, es decir, los desasosegados, han contado tanto. Para el filósofo, el único contrapeso posible a la agitación del hombre moderno consiste en fomentar una sosegada reflexión".
Situados ante la perspectiva de alteración, de inquietud, que produce el tedio y sus consecuencias en el hombre moderno comprendemos por qué el poeta romántico, Theófile Gautier, apunta como el lema del nuevo ser humano que configura en la modernidad: "Plutôt la barbarie que l’ ennui" –Antes la barbarie que el tedio–.
El aforismo de Gautier destaca como el axioma fundamental del mundo hipermoderno, que prefiere transitar por caminos de inhumanidad y salvajismo cruel y sanguinario, antes que sucumbir a la revelación de la vacuidad que le es esencial. Presentes tenemos ante nosotros los genocidios que se han sucedido en la historia desde los inicios de la época moderna hasta ahora.
Nuestra humanidad se encuentra situada, a pesar de nuestro inmenso poderío tecnológico, frente a una tremenda posibilidad que conspira contra la continuidad del libre desarrollo de la vida y de la creatividad en el planeta.
Semejante reto lo plantea, en octubre de 1955, el pensador alemán, Martín Heidegger, en una conferencia que titula en lengua alemana, "Gelassenheit" –Serenidad-.
En esta reflexión el filósofo afronta los problemas del mundo en el siglo XX. Es el tiempo de la "Guerra fría", cuando en cualquier momento puede desencadenarse la barbarie extrema, la posibilidad del estallido de una guerra termonuclear que arrase con el planeta y con la raza humana; se juega con la posibilidad de un final violento y absurdo para la historia en nombre del Progreso.
Sin embargo, el pensador subraya que hay aún una posibilidad más aterradora: el que no estalle una guerra atómica. Porque –dice– "precisamente cuando las bombas de hidrógeno no estallen y la vida humana sobre la Tierra esté salvaguardada será cuando, junto con la era atómica, que se suscitará una inquietante transformación del mundo. Lo verdaderamente inquietante, con todo, no es que el mundo se tecnifique enteramente. Mucho más inquietante es que el ser humano no esté preparado para esta transformación universal; que aún no logremos enfrentar con una adecuada reflexión lo que propiamente se avecina en esta época".
Heidegger se refiere a palabras del químico norteamericano Wendell Meredith Stanley, Premio Nobel de Química (1946), que sostiene hipotéticamente, lo que hoy es realidad: "se acerca la hora en que la vida estará en manos del químico, que podrá descomponer o construir, o bien modificar la sustancia vital a su arbitrio. (…)". Y el pensador comenta: "nadie se detiene a pensar en el hecho de que aquí se prepara, con los medios de la técnica, una agresión contra la vida y la esencia del ser humano, una agresión comparada con la cual bien poco significa la explosión de la bomba de hidrógeno".
Lo que Heidegger resalta como herencia del siglo XX, es que el ser humano pensante y creador tiene la necesidad de librar ahora una gran batalla en todos los frentes del espíritu. Es necesario que despertemos del ingenuo sueño tecnológico.
Es vital que creadores, hombres y mujeres ilustrados con una formación humanística, hagan comprender a los jóvenes en la escuela y a las personas comunes a través de su participación en el debate de la opinión pública, que es imprescindible desarrollar un pensamiento reflexivo, al lado y por encima del pensamiento técnico, que es el modo de pensar que planifica y se nutre de estadísticas y análisis matemático para resolver los problemas concretos.
Es necesario que los educadores comprendan que es preciso educar para fomentar en nuestra sociedad un pensamiento crítico, abierto a crear nuevas posibilidades de liberación del ser humano, que esté al servicio de crear nuevas formas posibles de plenitud humana en la Tierra.
Para Heidegger: "el pensar reflexivo o meditativo exige un esfuerzo superior frente al pensamiento calculador. Exige un largo entrenamiento. Requiere cuidados aún más delicados que cualquier otro oficio auténtico. Como el campesino, debe saber esperar a que brote la semilla y llegue a madurar".
Por otra parte, sostiene, "cada uno de nosotros puede, a su modo y dentro de sus límites, seguir caminos de reflexión. ¿Por qué? Porque el hombre es el ser pensante, esto es, reflexivo. Así que no necesitamos de ningún modo de una reflexión “elevada”. Es suficiente que nos demoremos junto a lo próximo y que meditemos acerca de lo más próximo: acerca de lo que concierne a cada uno de nosotros aquí y ahora; aquí: en este rincón de la tierra natal; ahora: en la hora presente del acontecer mundial."
3. Asumir el legado del mundo helénico. El griego expresa su genio único y universal al actuar y pensar respecto a lo más próximo, a lo más cercano, pero su impulso y su fuerza se dirigen fundamentalmente a tratar de descubrir las leyes básicas, elementales: lo universal de nuestro modo de ser y estar en el mundo.
"Grecia (…) –como señala Pedro Henríquez Ureña– creyó en el perfeccionamiento del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preconizó como conducta encaminada al perfeccionamiento, como prefiguración de la perfecta, la que es dirigida por la templanza, guiada por la razón y el amor."
Ese pensamiento reflexivo que es necesario preparar para el ser humano del siglo XXI, al lado y por encima del pensamiento calculador, creo sólo lo podremos encontrar si revisitamos y reflexionamos sobre las ideas y las actitudes que llegaron a asumir y a elaborar los helenos ante la vida y ante el universo, tal como se hizo en todos los Renacimientos, desde el siglo XIII al XVI, y como también realizaron los grandes pensadores de los siglos XVIII y XIX, fundadores de la modernidad.
Volver a Grecia ahora, y repetir su actitud del asombro ante lo que acontece en el mundo, en las personas y las cosas, podría permitirnos -estimo- descubrir nuevas actitudes y posibilidades para superar el dominio de lo negativo que nos embarga en la época de la modernidad hipertrofiada.
Por esta razón, presento como una propuesta a la sociedad dominicana para despertar el pensamiento reflexivo entre nosotros, este libro. Muchas gracias.
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© Luis O. Brea Franco
Domingo, 29 agosto 2010
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