sábado, 1 de mayo de 2010
La acción de Rachmetov
La acción de Rachmetov
¿Cómo actúa Rachmetov, en el curso de la novela, cuando debe cumplir lo que sería un encargo menor, casi algo íntimo?
Ha prometido a Lopuchov, momentos antes de cometer suicidio, que “consolaría a su viuda, a Vera”. Lo habíamos dejado en la casa de la viuda del compañero de luchas fallecido mientras se dedica, a la espera de que llegase la hora adecuada para conversar con ella, a la lectura de una obra profética de Isaac Newton.
Cuando a la vivienda llega de visita una de las compañeras de Vera, que dirige con ella la cooperativa de modistas, les prepara el té y permanece por media hora, haciéndoles compañía.
En ese tiempo -según relata Chernishevski- hace como San Pedro, por tres veces condena el suicidio, lo califica como una locura -y señala que- “sólo lo justificaría cuando la persona que lo comete está afectada por una enfermedad incurable o cuando sea para prevenir una muerte espantosa e irreparable, como sería el caso de un revolucionario que es sometido a terribles torturas físicas y anímicas para que delate a sus compañeros”.
La opinión de Rachmetov sobre el suicidio -si se tiene en cuenta el nivel de la época y de la circunstancia rusa, que moral y religiosamente estaba dominada por la iglesia ortodoxa con una tendencia ideológica muy conservadora- resultaría sumamente chocante y atrevida a las personas corrientes que pudieran leer la novela en los años de su publicación.
Más adelante -relata el autor-, alrededor de las nueve de la noche, se presenta en la casa de Vera un policía para informar oficialmente de la muerte de Lopuchov; es Rachmetov quien lo recibe y le informa que ya ella está ya al tanto de la mala noticia, y sin nada más que manifestar, después de dar las condolencias, el oficial se retira.
Es, en ese momento, cuando Rachmetov decide que ha llegado el momento de cumplir su encomienda de “consolar” a Vera.
Se reúne con ella y comienza a decirle que es el portador de una breve carta de Lopuchov escrita para ella, una hora antes de comenzar a ejecutar su plan siniestro. Al saberlo, Vera se enoja, pues, dice, que no entiende cómo durante todo el día no le haya hecho la menor referencia al respecto.
Rachmetov replica que fue, precisamente, por su sangre fría, por su firmeza y por su fidelidad para cumplir con la tarea encomendada por lo que su marido desaparecido le comisionó del asunto.
Le dice que aquel esperaba que él sería inconmovible ante cualquier sentimiento, ruego o lamento de su viuda. Y al ratificar a Vera su disposición, le señala que “él es inmune a todo” y que sólo hablará cuando ella se haya calmado y prometa seguir fielmente sus instrucciones. Para apaciguarla le recuerda su propia índole, su determinación y su idiosincrasia; y resume, con unas pocas terribles palabras, la fiereza de su condición de nihilista: “Usted sabe que para nosotros no hay nada sagrado”.
Rachmetov explica a Vera que prometió al difunto que la carta, luego de que le fuera comunicada a la persona destinada, sería quemada, pues lo importante era el contenido y no el objeto en sí mismo y que el autor de la misiva quería evitar que se convirtiera en un fetiche. “Mis instrucciones son dejar que lea la carta, pero ésta, después de cumplir su cometido, debe desaparecer para que no se constituya en un objeto que le impida recomenzar otra vida al lado de Kirsánov”.
El papel de mensajero de las últimas palabras del suicida, lo asume Rachmetov con una actitud gélida y racional, que sabe cumplir al pie de la letra. Sus instrucciones consisten en desdramatizar la situación y convencer a Vera que la desaparición de su esposo se debe más a la forma de ser del difunto que a algún fallo o error cometido por ella en sus relaciones mutuas.
Vera debe entender, con claridad, que lo de ella fue seguir el natural desarrollo de su personalidad y que al enamorarse del Doctor Aleksandr Kirsánov, simplemente, buscaba en el otro algo que el marido no podía ofrecerle, y de esto era plenamente consciente Lopuchov.
Rachmetov utiliza para “consolar” a Vera dos argumentos que considera contundentes. El primero tiene que ver con la continuación de la “obra social” que la joven ha emprendido, que le ha permitido salir de la explotación social y aún más, ha ofrecido una vía de salvación de una casi segura degradación moral, a tantas jóvenes, que así han evitado caer en las garras de la prostitución o el alcoholismo.
He aquí una muestra de cómo le habla Rachmetov a Vera: “Usted es digna de reprobación por su decisión de abandonarlo todo y huir sin saber que va a hacer. Al actuar así, expone un trabajo excelente y pone en peligro una obra social que corresponde plenamente a su ideal práctico de organización industrial. Además, aventura todo lo logrado al riesgo de que se arruine, proporcionando de esta manera argumentos y razones a los paladines de las tinieblas y del mal, otorgándoles una arma terrible contra la santidad de vuestras ideas y principios. Al actuar como pretende usted, causa un daño directo, no sólo a cincuenta criaturas humanas, sino a la causa misma del progreso. Son delitos estos que no se perdonan…”.
Se trata para Vera, de tomar decisiones, que según Rachmetov, no tienen que ver con sentimientos personales, sino que consisten, sobre todo, en dejar de hacer algo que puede arruinar la santidad de la lucha del pueblo ruso por vencer a las tinieblas, como señala el nihilista.
En segundo lugar, Rachmetov ataca en su argumentación el estado concreto de separación natural en una relación matrimonial entre ambos esposos.
Rachmetov señala que entre ambos jóvenes había aparecido una incompatibilidad de caracteres, que se produce cuando Vera, desde la nueva ocasión de crecimiento que le permitía la relación matrimonial comenzó a avanzar moral y psicológicamente. “Entonces -señala el nihilista- ambos se percataron de que entre ustedes había una desarmonía fundamental”.
“Lopuchov -dice Rachmetov- sin ser un carácter oscuro ni tétrico, buscaba naturalmente la soledad, y simplemente se dejó llevar por esa tendencia. Él era el más desarrollado entre ustedes y, sin embargo, no vio claro hacía donde se dirigía, se entregó a los estudios y descuidó totalmente las relaciones cotidianas entre ustedes”.
El no haber previsto el surgimiento de semejante situación de crisis, la cual sólo se debió por su falta de conciencia y por la falta de cuidado que debió tener con todo lo relacionado con su relación. Que todo llegara donde llegara, es su culpa, y aún admitiendo que la de él fuera una inocente insconciencia, con esta actitud se retrata por entero su carácter y personalidad.
“¿Por qué sufría usted? -pregunta Rachmetov-. Porque tenía temor de producirle a Lopuchov un disgusto, un dolor, si descubría que amaba al Doctor Kirsánov”. Vera, en respuesta a esa afirmación de Rachmetov, le cuestiona: “Es que usted no admite los celos”. A lo que el nihilista responde: “Entre gente que se ha desarrollado mentalmente me parece inadmisible”.
He aquí como Chernishevski ha sabido llevar su discurso sobre un tema que le preocupaba y buscaba clarificar. Los celos constituyen, en realidad, un sentimiento retorcido, tonto, banal. “Es una muestra de las cosas que hay cambiar. Generalmente, actuamos y pensamos respecto a los seres humanos como se hace frente a los objetos. Esto es consecuencia de un prejuicio que supone que los seres humanos pueden ser vistos como objetos, y que como tales, pueden llegar a ser propiedad de alguien”.
El problema de los celos no debe ser enfocado, tomando en cuenta consideraciones morales. De lo que se trata en estos es de aprender a vislumbrar la capacidad que tiene esta actitud de dañar a los seres involucrados en su juego.
La gran mayoría de la gente en lugar de asumir la situación y tratar de buscar una solución real, lo que hace es reprimirse o engañarse. Se transforman en personas dolientes y ese dolor, poco a poco, las va destruyendo en su ser moral, entonces las personas se vuelven malas, cínicas, mentirosas…”. Revelar estas cosa y analizar cómo ocurren sería de gran utilidad para la depuración moral de los celos.
En lugar de actuar como seres obnubilados –Chernishevski sugiere- que habría sido mejor que se hubiesen decidido los tres a vivir como buenos amigos cobijados bajo el mismo techo.
© Luis O. Brea Franco - Crónicas del ser
01 de mayo de 2010
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